por Amelia Valcárcel

Porque no es fundamentalismo creer mucho y con gran vehemencia lo que uno crea, sino pensar que la religión es una verdad tan perfecta que debe organizar el mundo completo, incluida la política. Es más, que la religión es mejor, de más calidad que cualquier otro espacio común. El fundamentalismo quiere organizar toda vida y convivencia.
La democracia ha ido inventando y trazando una larga serie de normas y valores comunes que son obligados para mantener la eficiencia y el civismo. La educación, que es deber del Estado proporcionar y derecho de todo ciudadano y ciudadana adquirir, también es en los últimos tiempos una obligación: las familias pueden ser vigiladas por el Estado para que cumplan con ella, hasta el punto de que a quienes no escolarizaran a sus hijos, incluso se les podría quitar nada menos que la tutela de ellos. Ni algo tan fuerte como que mis hijos son mis hijos está fuera del alcance de esa instancia común y los poderes que le hemos dado.

Como el Estado no apoya a ninguna religión, sino que las protege a todas, en sus espacios, los públicos, incluidos los educativos, no debe haber signos religiosos. Nos parecería raro y hasta enfermo que un alumno insistiera en portar un crucifijo -de tamaño, pongamos, de una cabeza humana-, posarlo en su pupitre y procesionarlo durante los recreos. Puede hacer eso, si lo tiene por gusto, en privado, o en su templo. Los espacios definidos como públicos, en los que por ende se transmiten los valores que hacen posible la convivencia plural, no deben ser espacios de contienda. El Estado tiene, por deber de tolerancia, la obligación de mantenerlos libres de prácticas sectarias.

Pero si esa pañoleta es además una marca sobre la moral particular que deben seguir las mujeres, una marca a su vez privativa de unas creencias particulares, está fuera de cuestión darle legitimidad. La igualdad entre los sexos es principio constitucional de la mayor envergadura. No se tolerará la discriminación contra las mujeres. ¡Pero la niña quiere serlo! Su padre también acuerda. Y su comunidad de encuadre. Su religión y su cultura le marcan un papel porque es mujer, con el que ella y los suyos están de acuerdo. Ella es un ser con deberes especiales, la decencia sexual y la obediencia que significa de ese modo. Pues bien, podemos ir a comer la comida del vecino, pero difícilmente podemos creer, de vez en cuando, lo que cree el vecino; aquí no hay caso de alegría por la diferencia. Cuanto más que la libertad actual de las mujeres se ha construido al abolir tales marcas.

En fin, la libertad individual no es ni puede ser el fundamento para una conducta que se tuvo que abandonar a fin de construirla; en nuestro caso la libertad ha sido la consecuencia del rechazo de ese injusto y arcaico orden.

Amelia Valcárcel, catedrática de Filosofía Moral y Política de la UNED, es miembro del Consejo de Estado.